Domingo de Ramos

Ciclo C

13 de abril de 2025

Endurecí mi rostro como roca. Así habla el Mesías de acuerdo con el profeta. Es la misma determinación con la que Jesús inició su camino hacia Jerusalén. Ahora, a su llegada, ha podido sentenciar, cuando pretendían los fariseos que controlara a quienes lo aclamaban: “Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras”. Es la firmeza del hombre libre, que se entrega a la muerte, y una muerte de cruz. El que no se aferró a su condición divina, sino que se vació totalmente para entregarse en plenitud, para acercarnos el perdón, para manifestarnos las entrañas misericordiosas del Padre, para darnos su Espíritu. Al que, por lo mismo, entendemos exaltado abundantemente por toda lengua: en este momento, al inicio del cumplimiento de la justicia, por boca de la multitud de los discípulos, entusiasmados, una vez que ha completado su peregrinación; al final, tras el suspenso de la tierra y de los cielos, ante la sorpresa de su victoria que, aunque aquí sólo insinuamos pero ya celebramos, se desbordará sin límites en la Pascua. Nace así, por su entrega, nuestra nueva vida, nuestro nacimiento definitivo, la salvación de los hombres.

A lo largo del camino, especialmente el último tramo, que lo condujo a la muerte, muchos ojos lo contemplaron, mientras tras las voces que al principio lo aclamaron escuchamos ahora las de quienes lo acusan, lo desprecian, lo condenan, se burlan de él, lo insultan. A su lado, con todo, en la cruz, un malhechor reprende al que lo ofendía y con una súplica serena, a pesar de su indignidad, le menciona su Reino y le pide que lo recuerde en él. Así, la última expresión que escuchamos del Señor dirigida a un hombre es la promesa de la eternidad, del hoy divino de su compañía: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Enseguida, el cosmos hace reverencia. El paso decisivo de la historia se cumple. A pesar de ser mediodía, las tinieblas invadieron la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo, el mismo que Jesús había visitado desde niño, ocupándose de las cosas de su Padre, y en el que proféticamente había purificado la religión y reconocido la auténtica piedad, se rasgó a la mitad. Y con voz potente clamó: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” En la oscuridad del abandono, cortando el silencio asfixiado de las eras, su voz de hombre verdadero besó en la intimidad del Hijo al Padre, para mostrar a todos la perfecta confianza, la perfecta esperanza, preparando la unción del Espíritu que, impregnada su humanidad podría ahora derramarse abundante sobre todos, en la unidad de las lenguas.

El tiempo santo nos permite mirarlo, atentos, arrepentidos, llenos de esperanza. Y, a su determinación, responderle con la humildad del que repite con voz baja y golpes de pecho: “Señor, ten piedad”. El susurro de los pobres es siempre escuchado. Y se adhiere misterioso al gemido poderoso que desde la cruz recorre todos los caminos y alcanza su destino, el de toda la creación. La oración que es, desde la entrega del Hijo, la alabanza perfecta, la gloria de Dios Padre. ¡Paz en la tierra y gloria en las alturas! Bendito eres, Dios y hombre, por siempre. Amén.

Lectura

Para la conmemoración de la entrada del Señor en Jerusalén

Del santo Evangelio según san Lucas (19,28-40)

En aquel tiempo, Jesús, acompañado de sus discípulos, iba camino de Jerusalén, y al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al caserío que está frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: ‘El Señor lo necesita’”. Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho. Mientras desataban el burro, los dueños le preguntaron: “¿Por qué lo desamarran?” Ellos contestaron: “El Señor lo necesita”. Se llevaron, pues, el burro, le echaron encima los mantos e hicieron que Jesús montara en él. Conforme iban avanzando, la gente tapizaba el camino con sus mantos, y cuando ya estaba cerca la bajada del monte de los Olivos, la multitud de discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los prodigios que habían visto, diciendo: “¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!” Algunos fariseos que iban entre la gente, le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Él les replicó: “Les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras”.

Para la Santa Misa

Del libro del profeta Isaías (50,4-7)

En aquel entonces, dijo Isaías: “El Señor me ha dado una lengua experta, para que pueda confortar al abatido con palabras de aliento. Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que escuche yo, como discípulo. El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia ni me he echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos. Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endurecí mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado”.

Salmo Responsorial (Del Salmo 21)

R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Todos los que me ven, de mí se burlan;
me hacen gestos y dicen:
“Confiaba en el Señor, pues que Él lo salve;
si de veras lo ama, que lo libre”. R/.

Los malvados me cercan por doquiera
como rabiosos perros.
Mis manos y mis pies han taladrado
y se pueden contar todos mis huesos. R/.

Reparten entre sí mis vestiduras
y se juegan mi túnica a los dados.
Señor, auxilio mío, ven y ayúdame,
no te quedes de mí tan alejado. R/.

A mis hermanos contaré tu gloria
y en la asamblea alabaré tu nombre.
Que alaben al Señor los que lo temen.
Que el pueblo de Israel siempre lo adore. R/.

De la carta del apóstol san Pablo a los filipenses (2,6-11)

Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.

R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús. Cristo se humilló por nosotros y por obediencia aceptó incluso la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. R/.

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (23,1-49)

En aquel tiempo, el consejo de los ancianos, con los sumos sacerdotes y los escribas, se levantaron y llevaron a Jesús ante Pilato. Entonces comenzaron a acusarlo, diciendo: “Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación y oponiéndose a que se pague tributo al César y diciendo que él es el Mesías rey”. Pilato preguntó a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Él le contestó: “Tú lo has dicho”. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: “No encuentro ninguna culpa en este hombre”. Ellos insistían con más fuerza, diciendo: “Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí”. Al oír esto, Pilato preguntó si era galileo, y al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió, ya que Herodes estaba en Jerusalén precisamente por aquellos días.

Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, porque hacía mucho tiempo que quería verlo, pues había oído hablar mucho de él y esperaba presenciar algún milagro suyo. Le hizo muchas preguntas, pero él no le contestó ni una palabra. Estaban ahí los sumos sacerdotes y los escribas, acusándolo sin cesar. Entonces Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él, y le mandó poner una vestidura blanca. Después se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes eran enemigos. Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, y les dijo: “Me han traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; pero yo lo he interrogado delante de ustedes y no he encontrado en él ninguna de las culpas de que lo acusan. Tampoco Herodes, porque me lo ha enviado de nuevo. Ya ven que ningún delito digno de muerte se ha probado. Así pues, le aplicaré un escarmiento y lo soltaré”. Con ocasión de la fiesta, Pilato tenía que dejarles libre a un preso. Ellos vociferaron en masa, diciendo: “¡Quita a ése! ¡Suéltanos a Barrabás!”. A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra, con la intención de poner en libertad a Jesús; pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Él les dijo por tercera vez: “¿Pues qué ha hecho de malo? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte; de modo que le aplicaré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos insistían, pidiendo a gritos que lo crucificaran. Como iba creciendo el griterío, Pilato decidió que se cumpliera su petición; soltó al que le pedían, al que había sido encarcelado por revuelta y homicidio, y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.

Mientras lo llevaban a crucificar, echaron mano a un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo obligaron a cargar la cruz, detrás de Jesús. Lo iba siguiendo una gran multitud de hombres y mujeres, que se golpeaban el pecho y lloraban por él. Jesús se volvió hacia las mujeres y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloren por mí; lloren por ustedes y por sus hijos, porque van a venir días en que se dirá: ‘¡Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado!’. Entonces dirán a los montes: ‘Desplómense sobre nosotros’, y a las colinas: ‘Sepúltennos’, porque si así tratan al árbol verde, ¿qué pasará con el seco?”.

Conducían, además, a dos malhechores, para ajusticiarlos con él. Cuando llegaron al lugar llamado “la Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Los soldados se repartieron sus ropas, echando suertes. El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el elegido”. También los soldados se burlaban de Jesús, y acercándose a él, le ofrecían vinagre y le decían: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había, en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: “Éste es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: “Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le reclamaba, indignado: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho”. Y le decía a Jesús: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”. Jesús le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Era casi el mediodía, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente, dijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Y dicho esto, expiró.

El oficial romano, al ver lo que pasaba, dio gloria a Dios, diciendo: “Verdaderamente este hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, mirando lo que ocurría, se volvió a su casa dándose golpes de pecho. Los conocidos de Jesús se mantenían a distancia, lo mismo que las mujeres que lo habían seguido desde Galilea, y permanecían mirando todo aquello.